Apenas abierto el coche, todo mi ser se llenaba del olor a
lavanda y el sonido del viento del sur. Después, me quedaba quieto un instante
para absorber retazos de veranos pasados, esperando con ello recobrar la
ilusión de mis ansiadas llegadas precedentes. Mi abuela salía en mi búsqueda
mientras mis padres sacaban del portaequipajes mis maletas, saludaban
cortésmente y se marchaban con la excusa de sus trabajos tempranos.
-Corre, que abuelo te espera en el estudio.
Mi abuelo, el rey de las palabras, adornaba las páginas del
ordenador de belleza medida al dedillo. Su
sonoro beso se mezclaba con el recitado fragoroso de aquel poema que escribió
con mi nombre la primera vez que pise la casa. Los ojos me repasaban de cabo a
rabo, con esa sonrisa tras la cual se escondía el cariño, la sabiduría de la
edad que intentaba transmitirse como una caricia. Entonces salíamos de su
estudio de la mano, dirigíamos nuestros pasos hacia las escaleras y subíamos sabiendo
que el tiempo no existía entre nosotros, sólo las palabras eran capaces de
medir nuestros instantes. Abuela estaba desocupando mis maletas y nosotros la
ayudábamos.
Había empezado, como otros años, la felicidad sin parangón.
Todos los días, después del desayuno, mi abuela preparaba
los bocadillos para irnos a la playa fluvial de Villapalofrío. Esperábamos ansiosos
a que sonara el timbre de la cancela que tocaban nuestros vecinos de arriba de
la colina para iniciar juntos la marcha alegre hacia el refresco del verano. Antes,
le daba un beso al abuelo, que cuidaba con esmero aquellas flores
azul-violáceas que llenaban el jardín de un aroma celestial, y le decía adiós
con la mano. Comenzaba así, sin paliativos, mi juego con los niños amigos del
vecindario que hacíamos del camino una suerte de andanzas. Llegábamos a la
playa fluvial y no perdíamos ni un segundo en meternos en el agua. No sé para
qué habían gastado tanto dinero con la arena que descansaba al lado del río, nosotros
apenas le dábamos uso. Nada más salíamos del agua para comer o explorar los
alrededores del pueblo en busca de aventuras piratas que nos alejaran de todo
aburrimiento.
Aquel año habían venido unos veraneantes nuevos muy
remilgados que tenían a un llorica por hijo y, para más inri, nos obligaban a soportarlo. Nos escapábamos de
él a cada segundo para poder ponernos nuestros garfios y patas de palo sin que
sus continuas protestas nos hundieran el barco de aventuras.
-Javi, sé bueno y juega con el niño. Hazlo por tu abuela –me
decía implorante mi adorada yaya a sabiendas que por la tarde-noche mi abuelo
me premiaba con algún improperio sobre el niño de marras.
Un día, sin maldad alguna, nos metimos en el río y
comenzamos a nadar para la zona más profunda. El repipi nos amenazó con ir a
contárselo a los mayores. Todos a una, lo agarramos por piernas y brazos y lo
metimos más allá de las profundidades exploradas. Aprendimos que apenas sabía
nadar, que sus padres aún lo hacían peor y que los socorristas tenían muy malas
pulgas cuando los niños hacíamos, según ellos, gamberradas. Desde entonces,
solían ponerse alejados de nosotros, levantándose así la veda pirata y
regresando de nuevo la alegría.
A media tarde, tornaba al santuario de mi abuelo donde nada
más nos recordaba el tiempo un reloj de pared que marcaba las horas. Me sentaba
a su mesa sosegado y escribía sin cesar cuentos y cuentos que él me enseñaba a
redondear. Mientras tanto, la abuela, en otro cuarto, dejaba que su trabajo de
pintora derramara color por lienzos infinitos.
Rara era la tarde que no empezáramos nuestra sesión de
escritura contándole lo que hiciera el pejigueras ese día y mi abuelo
fantaseara con lo sucedido dándole el peso de aventura sin igual. Entrados ya en
ese mundo mágico, yo escribía y escribía acerca de esa pandilla pirata que huía
siempre de su enemigo acérrimo que intentaba hundirles la última picia ideada.
A cada poco le arreaba un codazo a mi abuelo para que leyera mi ocurrencia
postrera. Sus risas me indicaban que le gustaban las ideas pero siempre tenía
algún pero que mejoraba mi historia.
Aquella tarde fue especial. Le dije al abuelo que no le iba
a contar nada de la criatura, que lo iba a escribir para que él lo leyera.
Trabajé y trabajé sin cansarme lo más mínimo, la aventura iba saliendo poco a
poco. Hasta que llegó ese punto y final que me obligaba a enseñársela a mi
abuelo. Vi como la leía sin apenas mandarme hacer mejoras. Nunca corregí esos
pequeños detalles con tanta felicidad. Mientras lo hacía, mi abuelo quedó en un
duermevela de los que él tanto escribía. Yo no avanzaba en los arreglos del texto
si no salía una sonrisa de mis labios o un aja de mi boca. Estaba seguro que aquella
iba a ser mi primera historia publicada, mi futuro.
Acabé cuando el viento sur se había retirado de la colina y
había dado paso a una llovizna menuda traída por el viento del norte.
-Abuelo, abuelo, ya he terminado… Abuelo…
El reloj de pared había detenido el tiempo. Su sonido al dar
las horas se había sumado a un silencio perpetuo.
Se aproxima el final de ciclo. El lunes próximo, 25 de mayo, este blog dejará de publicarse por el momento ya que su autor se dispone a escribir una novela que le va a llevar mucho tiempo. No os perdáis ese final, va a ser con una poesía que seguro os encandilará. Hasta entonces, saludos literarios.
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