La cita para comer en el café Etcétera se adelantó un día a
causa de don Justo, mentor literario de nuestra tertulia y miembro de las dos
grandes familias de Villapalofrío, que tenía algo urgente que contarnos.
-Estamos de enhorabuena. Doña Virtudes, viuda de don
Inocencio Pereíra, se ha comunicado con mi persona para decirnos que su nuevo
rentado quiere pertenecer a nuestra renombrada tertulia. Parece ser que es un
afamado escritor Premio Nobel de Literatura de cuyo nombre no puedo acordarme.El murmullo se extendió hasta los escusados del café, donde se iba a fumar los días de lluvia y frío. Después de sacar a relucir el orgullo de tertulia prestigiosa, de comer alocadamente entre un jolgorio desenfrenado y de organizar la sesión de bienvenida a tan ilustre personaje, quedamos en vernos al día siguiente.
Don Justo nos había indicado que entre la gente bohemia
estaba mal visto ser puntual. Me pareció que diez minutos de tardanza serían
suficientes pero así todo fui el primero en llegar. Comprobé que la máxima de
don Justo no era del todo cierta pues nuestro invitado ya había llegado. Le
hice una genuflexión y el me respondió con un apretón de manos. Mis compañeros
fueron llegando pausadamente, al igual que los pinchos del café Etcétera fueron
cayendo en el estómago de nuestro invitado. El último en aparecer fue don
Justo, que, una vez allí, abrió el desfile hacia el comedor donde las viandas
nos estaban esperando.
Nunca vi, aunque mejor diría oí, una tertulia tan
silenciosa. Nuestro convidado no estaba ni diez segundos con su boca
desocupada. Como buenos anfitriones de provincias hicimos todo aquello que él
hiciera, no fuera a pensar éramos demasiado rústicos. Cuando dijo sus primeras
palabras, los demás descansamos de tan truculento almuerzo e hicimos servirnos
unas sales de frutas.-Caballeros –comenzó-, me regocijo de poder estar con tan ilustres miembros de la conocidísima tertulia literaria Etcétera. Hasta la capital del reino ha llegado vuestras insignes reuniones –las sonrisas de honra sonaron amplias y ruidosas-. Por eso, juzgo que sería muy correcto el extender nuestras veladas a todos los días de la semana –nuestra adhesión a tan extraordinaria idea no se dejó esperar mucho-. Acordado lo tal, creo que podíamos quedar sin más para mañana.
Todos esperábamos tenerle que pagar la comida a tan ilustre novato pero don Justo también se escaqueó como de costumbre. Salimos del café con los bolsillos rascados y el frío envolviendo nuestros cuerpos.
El señor Premio Nobel enseguida mostró su disponibilidad
para darnos pequeños consejos de escritura. La propuesta nos pareció magnífica
y enseguida le preparamos una lista en la que se apuntaban dos de nosotros al
día, unos antes del almuerzo y otro después. Tan insigne persona nos rogó que reseñáramos
también nuestras direcciones para acudir presto a nuestros domicilios. Nos
congratulamos por ese signo de campechanía y de humildad.
Pronto vimos que el visitado de la mañana debería de
proporcionarle un opíparo desayuno y el de la tarde una bien aderezada cena.
Sus consejos, todo hay que decirlo, bien valían el sacrificio. Nos dejaba a
todos boquiabiertos por su genialidad y maestría. Hablaba y hablaba con tanta
franqueza y atino que enseguida hubo invitados a los encuentros.
Las dos grandes familias de Villapalofrío, con don Justo a
la cabeza, abrieron sus puertas a tan ilustrado personaje a sus cenas. Se
acabaron nuestras lecciones tardías, reduciéndose exclusivamente a las de la
mañana. Dieron comienzo las charlas de sociedad donde las grandes familias
reunían a la gente de importancia de los alrededores. Llegó a haber peleas por
una plaza en tan refinada tertulia social. En una de tantas reyertas tuvo que
intervenir la policía y el premiado salió escopetado por las cocinas.
Después de aquello, nos sentimos todos muy abochornados y le
rogamos mil perdones al reputado escritor. Él no le dio importancia pero nos
notificó que le había llamado su secretario personal de zona para informarle
que habían solicitado su presencia en Sudamérica, donde iría a dar múltiples
charlas sobre su visión de la literatura. Todos nos sentimos orgullosos de
haber tenido esas charlas de forma gratuita.
Poco después, doña Virtudes, la viuda de Inocencio Pereira,
vino a nuestra tertulia. Todos pensamos que nos traía noticias del notorio
tertuliano. ¡Qué va! La muy entrometida nos venía a contar que el Nobel se
había marchado sin pagarle, dejándole el teléfono de su secretario personal de
zona para que le enviara un cheque. Al llamarlo, comprobó que era el bar de carretera
lleno de neones que había en la entrada de Villapalofrío. Intentó profundizar
en su cotilleo, pero la echamos con cajas destempladas. Conociendo a la muy
lumia lo despistada que era, seguro que se había confundido al tomar nota del
dichoso teléfono.
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