Lo conocí al servicio de su majestad el zar. Venía al pueblo a descansar de las fiestas en los salones de San Petersburgo. Por las noches, mientras mis padres realizaban sus últimas tareas, me colaba en su salón, lleno de volutas de humo que salían de su pipa. Me miraba sonriente y me contaba hazañas increíbles: carreras en caballos salvajes, trineos en tempestades de nieve, cacerías con su majestad y miles de historias que me hicieron feliz en mi infancia. La juventud fue distinta. Conocí su látigo, sus órdenes y sus castigos. Nunca vi persona más cruel.
Ahora, en plena revolución, lo iba buscando por toda la ciudad, con ganas de revancha. En cada palacio, casa señorial o refugio, me hizo escudriñar hasta el más pequeño escondrijo. Llevaba su látigo, para que conociera en sus propias carnes lo que sufrió mi padre antes de morir desangrado. No hubo suerte. No lo he encontrado. Así que bebamos para olvidar.
-Hombre, gracias, hijo, por traerme mi látigo. ¿Qué sería de un buen bolchevique sin su sagrado látigo? ¡Qué tiempos aquellos en el pueblo …!